jueves, 30 de abril de 2009

Voces de la otra Colombia (IV)

GITANOS: EL PUEBLO INVISIBLE

Por:
MARÍA MERCEDES ABAD

Un país de minorías étnicas que, con frecuencia contra la corriente, además de sobrevivir, luchan por mantener sus tradiciones y su lengua. Enigmáticos, misteriosos, los gitanos están en Colombia desde hace siglos. En esta cuarta entrega de la serie, un viejo gitano cuenta su historia de aventura y errancia en Colombia, fiel reflejo de la lucha de este pueblo por mantener sus lenguas y tradiciones.

A los pueblos escondidos de Antioquia el cine llegó de manos de un gitano. De cabello rojizo, mirada serena y espíritu libre, Roberto Gómez recorrió esos paisajes montañosos en su vieja Chevrolet, llevando las novedades traídas de otras partes.

Gitano de sangre, vida y tradición, acompañado por su hermano Sabas y un viejo proyector, Roberto llevó a los campesinos películas como El gallo de oro o Ahí está el detalle de Cantinflas, por un costo de 20 pesos la entrada.

Cuando se cansó del negocio se dedicó de nuevo a su oficio tradicional: la forja del cobre, aprendido de su padre, Mattei, un viejo gitano francés que llegó a Colombia como polizón de un barco.

En ese entonces Roberto tenía 19 años. Hoy tiene 67 y continúa viajando de pueblo en pueblo ofreciendo sus pailas de cobre en un viejo Suzuki verde. Asegura que conoce toda Colombia porque por cultura y tradición un gitano necesita viajar y conocer nuevas gentes para sentir que es de todas partes y de ninguna.

Nunca ha tenido reloj, para no sentirse esclavo del tiempo, y a cada casa que llega pone un letrero de “Se vende”, para dejar abierta la posibilidad de irse en cualquier momento, cuando se canse de ver la misma gente.

“No hay nada mejor que levantarse y ver cosas nuevas. Esas es la vida del gitano: buscar nuevas caras, nuevas gentes y nuevos horizontes”, asegura Roberto.

Mientras se toma un tinto cargado y prende un cigarrillo tras otro, recuerda cómo crió a sus tres hijos en una camioneta Silverado como casa mientras recorrían Antioquia, Santander y la costa vendiendo pailas de cobre, junto a su esposa. Recuerda también como vio incendiar su camioneta por un corto circuito, mientras se fumaba un cigarrillo, sin intentar salvarla; o cómo hace un año regaló una finca en Anorí (Antioquia) de 300 hectáreas porque uno de sus hijos fue amenazado por un grupo armado.

Historias que cuenta con tristeza o picardía pero que no son otra cosa que la muestra de su desprendimiento por lo material porque todos los que lo conocen de cerca no dudan en decir que para él lo importante solo ha sido una cosa: ser feliz.

“Los gitanos siempre vivimos el presente. No pensamos en el futuro ni en el pasado sino en el ahora”, asegura el viejo gitano. A veces tienen mucho, a veces poco, pero nunca falta lo importante.

Por eso en su mesa nunca falta un buen plato de carne de cerdo y, siempre que se pueda, un carro como pertenencia, no como símbolo de lujo sino de movilidad y libertad. Como la posibilidad de irse en cualquier momento.

A sus 67 años no piensa en tener mucho dinero, más bien le preocupa la desintegración de su comunidad, la pérdida de sus tradiciones y su gran sueño es que sus tres hijos se casen con gitanos para mantener la raza.

Espera poder celebrar los tres rituales del casamiento de su hija Deisy: el manglimosh, o pedida en el que el padre del novio debe dar una dote por la mano de la novia; el abiao, o matrimonio en el que la pareja se une con el consentimiento de los viejos, y el appachiu, en el que la mujer debe demostrar su virginidad como símbolo de pureza y honor.

Deisy, sin embargo, se resiste en silencio. Ella es de las pocas gitanas que ha estudiado y tiene miedo de perder su libertad porque por tradición la mujer gitana es abnegada, buena compañera y solo hace lo que su marido le permita. Los hombres son los portadores de la raza y pueden casarse con una mujer no gitana pero si ellas lo hacen son desplazadas de la comunidad y son una deshonra para los demás.

En su casa, ubicada en el barrio El poblado de Girón, se habla el romanés, lengua tradicional de los gitanos. Un pueblo nómada que llegó a Colombia hace 400 años proveniente de Rumania, España, Rusia y Grecia y cuyo origen, según estudiosos, proviene de la India.

Llegaron a América con los primeros colonizadores europeos y se dice que en el tercer viaje de Colón se embarcaron cuatro Rom. Una época en que todas las naciones europeas los perseguían y expulsaban.

Están organizados por grupos de familias, conocidos como Kumpanias, ubicadas en Bogotá, Girón, Cúcuta y Antioquia y que integran en total a cerca de 6.000 gitanos que viajan de un lado a otro pero tienen un lugar donde llegar.

Girón, sin embargo, es el lugar tradicional de los gitanos. Llegaron desde Antioquia en busca de nuevas tierras y su Kumpania es una de las más importantes. Alli viven cerca de 100 familias y se encuentran algunos de los viejos más reconocidos. Además, hacen parte de las atracciones turísticas de la región y todo forastero que llega pregunta por ellos.

Aunque ya no viven en carpas conservan muchas de sus tradiciones: el idioma, la obediencia a su propia ley --la Kriss--, y los oficios tradicionales transmitidos de generación en generación. El poder reposa en los viejos y son ellos quienes aplican la ley gitana. Los hombres viven de la forja del cobre, la venta de caballos y el comercio de zapatos. Las mujeres se dedican al oficio milenario de predecir la buenaventura.

Un pueblo invisible

En la plaza de Girón, los transeúntes y turistas se encuentran en el parque con mujeres de cabellos largos y faldas de colores que les pronostican por 2.000 pesos fortuna, dinero y amor.

En el atrio de la iglesia están siempre las gitanas. Hacen parte de la tradición de un pueblo al que llegaron hace más de tres décadas, sin embargo, allí y en todos los pueblos a los que antaño los gitanos llevaron alegría y novedades los comentarios siempre los señalan.

En las tiendas y billares se escuchan frases como: “Gitano que se respete nace ladrón y muere ladrón", o "Esa gente daña la imagen del pueblo”.

La discriminación parece ser parte de su historia y de su vida. Desde siempre los gitanos han sido rechazados, tachados de herejes, brujos y ladrones. En la inquisición mataron a muchos de ellos, lo mismo que en la II Guerra Mundial. Fueron expulsados de muchos países, y en Colombia, muchas veces a petición de los curas, eran sacados a piedras de muchos pueblos en los que se instalaban con sus carpas.

Hoy, aunque el rechazo no es tan evidente, el mismo sacerdote de Girón, Padre Julio César Muñoz, no duda en afirmar: “Lo que las gitanas hacen está considerado por la Iglesia como una práctica supersticiosa y como un pecado. Según San Pablo, las prostitutas, los borrachos, los ladrones y las brujas no llegarán al reino de los cielos”.

Por eso, para evitar ser discriminados, los gitanos han tenido dos estrategias de supervivencia: la invisibilidad y la automarginalidad. Hablan de su origen según la conveniencia. Por ejemplo, en el caso de las mujeres, que leen la mano, pero en general prefieren no hablar de su procedencia para evitar ser rechazados y viven en lugares apartados.

Su relación con los gadye o no gitanos se limita a lo comercial y siempre está basada en intereses económicos. Para lo demás no les interesan, porque siempre los agreden. Por eso Roberto no duda en afirmar “Mi relación con el gadye termina cuando termina el negocio. No es una amistad sincera porque con él no puedo hablar de mis miserias, solamente de mis grandezas.”

Sin embargo, Roberto reconoce que esto tiene que cambiar porque de lo contrario el gitano está destinado a desaparecer. Su hijo mayor, Vénecer, ha comenzado un proceso para visibilizar a su comunidad y concientizar a su gente de la necesidad de cambiar algunas cosas para no desaparecer.

“Las condiciones han cambiado; nuestros jóvenes no están preparados y nuestros oficios ya no son rentables. Por eso los gitanos deben olvidar ese miedo ancestral que tienen a ser discriminados y deben empezar a contar su propia historia y no esperar a que los otros la cuenten”, asegura el joven estudiante de derecho.

Él representa a su comunidad ante el Estado que en la constitución del 91 los reconoce como minoría étnica y parte de la riqueza pluriétnica y cultural del país. Desde allí, está intentando que se les den las garantías que merecen como salud y educación bilingüe.

Según Vénecer “los gitanos prefieren que les tengan miedo para que no se metan con ellos. El problema es que el hombre destruye aquello a lo que teme y eso está pasando con nosotros. Ahora no nos cortan la lengua como antes, pero nos siguen cerrando las puertas”.

Su padre, Roberto lo apoya. Quiere que su comunidad no se acabe pero reconoce que necesita más preparación para poder competir y demostrar que no son tan malos como se les pinta.

Su lucha fue siempre por ser feliz. Ahora la lucha de su hijo es la reivindicación de su comunidad, la de una raza que nunca ha impuesto su forma de ser y pensar pero que ha resistido durante siglos cargando a cuestas su tradición aun a pesar de los dedos que los señalan.

Miércoles 16 de abril de 2003Especial para EL TIEMPO

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